Estoy agotado de todas todas. Me quedé sin dedos y no puedo escribir, sin minutos y no puedo contar los que me quedan para las vacaciones. Me quedé sin aliento de tanta presión atmosférica, y hasta sin remo, y mis hombros necesitan moverse porque se me atrofian. Quedan once días, el número mágico que metía canastas al contragolpe, para meterme en el Madison y acordarme de las guitarras que allí tocaron y las canastas que se aplaudieron, para tomarme copas por encima de cualquier planta cincuenta con Manolo, que me espera desde hace años, y que esta vez sí encontró la pócima que me hará volar tantas horas sintiéndome una sardinita de clase turista. Hoy es un sábado nublado de verano, el último sol que he visto nadaba contra la corriente de un arpón asesino que le asestaba puñaladas de placer. Hay una avispa que me amenaza con aguijón de plata en mi sueño caniculero que me despierta empapado de sudor. Por más que quiera no sé dormir con aire siberiano, prefiero sustituirlo por baños nocturnos que refrescan mi cabeza de chorlito, mientras oigo al despertarme gemidos de nubes que aman sin querer.